Capítulo 26
LA TRANSICIÓN
I. El “sacrificio” de la
Unicidad
1. El sacrificio es una idea clave en la “dinámica” del ataque. Es el
eje sobre el que toda transigencia, todo desesperado intento de cerrar un trato
y todo conflicto alcanza un aparente equilibrio. Es el símbolo del tema central
según el cual alguien siempre tiene que perder. El hincapié que hace en el
cuerpo es evidente, pues el sacrificio es siempre un intento de minimizar la
pérdida. El cuerpo en sí es un sacrificio; una renuncia al poder en aras de
conservar solo con un poco para ti. Ver a un hermano en otro cuerpo, separado
del tuyo, es la expresión del deseo de ver únicamente una pequeña parte de él y
de sacrificar el resto. Contempla el mundo y verás que nada está unido a nada
más allá de sí mismo. Todas las aparentes entidades pueden acercarse o alejarse
un poco, pero no pueden unirse.
2. El mundo que ves está basado en el “sacrificio” de la unicidad. Es
la imagen de una total desunión y de una absoluta falta de unidad. Alrededor de
cada entidad se erige una muralla tan sólida en apariencia, que parece como si
lo que se encuentra dentro jamás pudiese salir afuera y lo que se encuentra
fuera jamás pudiese llegar hasta lo que se encuentra encerrado dentro de la
muralla y unirse a ello allí. Cada parte tiene que sacrificar a otra para conservar
su propia integridad. Pues si se unieran, cada una perdería su identidad
individual, y es mediante esa separación como conservan su individualidad.
3. Lo poco que el cuerpo mantiene cercado se convierte en el yo, el
cual se conserva mediante el sacrificio de todo lo demás. Y todo lo demás no
puede sino perder esa pequeña parte y permanecer incompleto para que ella pueda
mantener intacta su propia identidad. En esta percepción de ti mismo la pérdida
del cuerpo sería ciertamente un sacrificio. Pues ver cuerpos se convierte en la
señal de que el sacrificio es limitado y de que aún queda algo que es
exclusivamente para ti. Y para que esa ínfima parte te pertenezca, se demarcan
límites en todo lo que es externo a ti, así como en lo que crees que es tuyo. Pues
dar es lo mismo que recibir. Y aceptar las limitaciones de un cuerpo es imponer
esas mismas limitaciones a cada hermano que ves. Pues solo puedes ver a tu
hermano como te ves a ti mismo.
4. El cuerpo supone una pérdida, por lo tanto, se puede usar para los
fines del sacrificio. Y mientras veas a tu hermano como un cuerpo, aparte de ti
y separado dentro de su celda, estarás exigiendo que tanto tú como él se
sacrifiquen. ¿Qué mayor sacrificio puede haber que exigirle al Hijo de Dios que
se perciba a sí mismo sin su Padre? ¿O que su Padre esté sin Su Hijo? Sin
embargo, todo sacrificio exige que estén separados, el Uno sin el Otro. El
recuerdo de Dios se niega si se le exige a alguien algún sacrificio. ¿Qué testigo
de la plenitud del Hijo de Dios puede verse en un mundo de cuerpos separados,
por mucho que él dé testimonio de la Verdad? Él es invisible en un mundo así. Y
su himno de unión y de amor no puede oírse en absoluto. No obstante, se le ha
concedido hacer que el mundo retroceda ante su himno y que su visión reemplace
los ojos del cuerpo.
5. Aquellos que quieren ver los testigos de la verdad en vez de los de
la ilusión, piden simplemente poder ver en el mundo un propósito que le aporte
significado y haga que tenga sentido. Sin tu función especial, no tiene ningún
significado para ti. Sin embargo, se puede convertir en una mina tan rica e ilimitada
como el Cielo mismo. No hay un solo instante en el que la santidad de tu
hermano no se pueda ver y con ello añadir abundante riqueza a cada diminuto
fragmento y a cada pequeña migaja de felicidad que te concedes a ti mismo.
6. Puedes perder de vista la unicidad, pero no puedes sacrificar su
realidad. Tampoco puedes perder aquello que quieres sacrificar, ni impedir que
el Espíritu Santo lleve a cabo Su misión de mostrarte que la unicidad no se ha
perdido. Escucha, pues, el himno que te canta tu hermano, y según dejas que el
mundo retroceda, acepta el descanso que su testimonio te ofrece en nombre de la
paz. Pero no lo juzgues, pues si lo haces, no oirás el himno de tu liberación
ni verás lo que le es dado atestiguar a fin de que tú puedas verlo y
regocijarte junto con él. No dejes que debido a tu creencia en el pecado su
santidad sea sacrificada, 6 pues sacrificas tu inocencia con la suya, y mueres
cada vez que ves en él un pecado por el que merece morir.
7. Sin embargo, puedes renacer en cualquier instante y recibir vida
nuevamente. La santidad de tu hermano te da vida a ti que no puedes morir
porque Dios conoce su inocencia, la cual tú no puedes sacrificar, tal como tu
luz tampoco puede desaparecer porque él no la vea. Tú que querías hacer de la
vida un sacrificio, y que tus ojos y oídos fueran testigos de la muerte de Dios
y de Su santo Hijo, no pienses que tienes el poder para hacer de Ellos lo que
Dios no dispuso que fuesen. En el Cielo, el Hijo de Dios no está aprisionado en
un cuerpo ni ha sido sacrificado al pecado en soledad. Y tal como él es en el
Cielo, así tiene que ser eternamente y en todas partes. Es por siempre él
mismo: nacido de nuevo cada instante, inmune al tiempo y mucho más allá del
alcance de cualquier sacrificio de vida o de muerte. Pues él no creó ni una ni
otra, y solo una le fue dada por Uno que sabe que Sus dones jamás se pueden
sacrificar o perder.
8. La Justicia de Dios descansa amorosamente sobre Su Hijo,
manteniéndolo a salvo de toda injusticia que el mundo quisiera cometer contra
él. ¿Podrías acaso hacer que sus pecados fueran reales y sacrificar así la
Voluntad de su Padre con respecto a él? No lo condenes viéndolo dentro de la
putrescente prisión en la que él se ve a sí mismo. Tu función especial es
asegurarte de que la puerta se abra, de modo que pueda salir para verter su luz
sobre ti y devolverte el regalo de la libertad al recibirlo de ti. ¿Y cuál
podría ser la función especial del Espíritu Santo sino la de liberar al santo
Hijo de Dios del aprisionamiento que él concibió para negarse a sí mismo la
justicia? ¿Y podría ser tu función una tarea aparte y distinta de la Suya?
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