La
última pregunta que queda por contestar
1.
¿No te das cuenta de que todo tu sufrimiento procede de la extraña creencia de
que eres impotente? Ser impotente es el precio del pecado. La impotencia es la
condición que impone el pecado, el requisito que exige para que se pueda creer
en él. Solo los impotentes podrían creer en el pecado. La enormidad no tiene
atractivo, excepto para los insignificantes. Y solo los que primero creen ser
insignificantes podrían sentirse atraídos por ella. Traicionar al Hijo de Dios
es la defensa de los que no se identifican con él. Y tú, o estás de su parte o contra él, o lo
amas o lo atacas, o proteges su unidad o lo consideras fragmentado y destruido
como consecuencia de tu ataque.
2.
Nadie cree que el Hijo de Dios sea impotente. Y aquellos que se ven a sí mismos
como impotentes deben creer que no son el Hijo de Dios. ¿Qué podrían ser,
entonces, sino su enemigo? ¿Y qué podrían hacer sino envidiarle su poder y,
como consecuencia de su envidia, volverse temerosos de dicho poder? Éstos son
los siniestros, los silenciosos y atemorizados, los que se encuentran solos e
incomunicados, y los que, temerosos de que el poder del Hijo de Dios los
aniquile de un golpe, levantan su impotencia contra él. Se unen al ejército de los impotentes para
librar su guerra de venganza, amargura y rencor contra él, a fin de que se
vuelva uno con ellos. Y puesto que no saben que son uno con él, no saben a
quién odian. Son en verdad un ejército deplorable, cada uno de ellos tan capaz
de atacar a su hermano o volverse contra sí mismo, como de recordar que una vez
todos creyeron tener una causa común.
3.
Los siniestros dan la impresión de estar frenéticos, de ser vociferantes y
fuertes. Mas no saben quién es su “enemigo”, sino solo que lo odian. El odio
los ha congregado, pero ellos no se han unido entre sí. Pues si lo hubieran
hecho no serían capaces de abrigar odio. El ejército de los impotentes se
desbanda en presencia de la fortaleza. Los que son fuertes son incapaces de
traicionar porque no tienen necesidad de tener sueños de poder ni de
exteriorizarlos. ¿De qué manera puede actuar un ejército en sueños? De
cualquier manera. Podría vérsele
atacando a cualquiera con cualquier cosa. Los sueños son completamente
irracionales. En ellos, una flor se
puede convertir en una lanza envenenada, un niño en un gigante y un ratón rugir
como un león. Y con la misma facilidad el amor puede trocarse en odio. Esto no
es un ejército, sino una casa de locos. Lo que parece ser un ataque concertado
no es más que un pandemónium.
4.
El ejército de los impotentes es en verdad débil. No tiene armas ni enemigo. Puede
ciertamente invadir el mundo y buscar un enemigo. Pero jamás podrá encontrar lo
que no existe. Puede ciertamente soñar que encontró un enemigo, pero éste
cambia incluso mientras lo está atacando, de modo que corre de inmediato a
buscar otro y nunca consigue cantar victoria. Y a medida que corre se vuelve
contra sí mismo, pensando que tuvo un pequeño atisbo del gran enemigo que
siempre elude su ataque asesino convirtiéndose en alguna otra cosa. ¡Cuán traicionero parece ser ese enemigo, que
cambia tanto que ni siquiera es posible reconocerlo!
5.
El odio, no obstante, tiene que tener un blanco. No se puede tener fe en el
pecado sin un enemigo. ¿Quién, que crea
en el pecado, podría atreverse a creer que no tiene enemigos? ¿Podría admitir que nadie lo ha hecho sentirse
impotente? La razón seguramente le diría
que dejara de buscar lo que no se puede encontrar. Sin embargo, tiene primero que estar dispuesto
a percibir un mundo donde no hay enemigos. No es necesario que entienda cómo sería
posible que él pudiera ver un mundo así. Ni siquiera debería tratar de entenderlo. Pues
si pone su atención en lo que no puede entender, no hará sino agudizar su
sensación de impotencia y dejar que el pecado le diga que su enemigo debe ser
él mismo. Pero deja que se haga a sí mismo las siguientes preguntas con
respecto a las cuales tiene que tomar una decisión, para que esto se lleve a
cabo por él: ¿Deseo un mundo en el que gobierno yo en lugar de uno que me
gobierna a mí? ¿Deseo un mundo en el que
soy poderoso en lugar de uno en el que soy impotente? ¿Deseo un mundo en el que
no tengo enemigos y no puedo pecar? ¿Y
deseo ver aquello que negué precisamente porque es la verdad?
6.
Tal vez ya hayas contestado las tres primeras preguntas, pero todavía no has
contestado la última. Pues ésta aún parece temible y distinta de las demás. Mas
la razón te aseguraría que todas son la misma pregunta. Dijimos que en este año se haría hincapié en
la igualdad de las cosas que son iguales. Esta última pregunta, que es en verdad la
última con respecto a la cual tienes que tomar una decisión, todavía parece
encerrar una amenaza para ti que las otras ya no poseen. Y esta diferencia
imaginaria da testimonio de tu creencia de que a lo mejor la verdad es el
enemigo con el que aún te puedes topar. En esto parece residir, pues, la última
esperanza de encontrar pecado y de no aceptar el poder.
7.
No olvides que la elección entre el pecado y la verdad o la impotencia y el
poder, es la elección entre atacar y curar. Pues la curación emana del poder, y
el ataque, de la impotencia. Es imposible que quieras curar a quien atacas. Y
el que deseas que sane tiene que ser aquel que decidiste que estuviese a salvo
del ataque. ¿Y qué otra cosa podría ser
esta decisión sino la elección entre verle a través de los ojos del cuerpo o
bien permitir que te sea revelado a través de la visión? La manera en que esta decisión da lugar a sus
efectos no es tu problema. Pero tú
decides lo que quieres ver. Éste es un
curso acerca de causas, no de efectos.
8.
Considera detenidamente qué respuesta vas a dar a esa última pregunta que
todavía no has contestado. Y deja que la razón te diga que debe ser contestada
y que la respuesta se encuentra en las otras tres. Te resultará evidente entonces que cuando
observes los efectos del pecado en cualquiera de sus formas, lo único que
necesitarás hacer es simplemente preguntarte a ti mismo lo siguiente: ¿Es esto lo que quiero ver? ¿Es esto lo que
deseo?
9.
Ésta es la única elección que tienes, la base de lo que ocurre. No tiene nada
que ver con la manera en que ocurre, pero sí con el por qué. Pues sobre esto
tienes control. Y si eliges ver un mundo donde no tienes enemigos y donde no
eres impotente, se te proveerán los medios para que lo veas.
10.
¿Por qué es tan importante esta última pregunta? La razón te dirá por qué. Es
igual a las otras tres, salvo en lo que respecta al tiempo. Las otras son
decisiones que puedes tomar, volverte atrás y luego volverlas a tomar. Pero la verdad es constante, e implica un
estado en el que las vacilaciones son imposibles. Puedes desear un mundo en el
que tú gobiernas y no uno que te gobierna a ti, y luego cambiar de parecer. Puedes
desear intercambiar tu impotencia por poder y luego perder ese deseo cuando un
ligero destello de pecado te atrae. Y puedes desear ver un mundo incapaz de
pecar y, sin embargo, permitir que un “enemigo” te tiente a usar los ojos del
cuerpo y a cambiar de parecer.
11.
El contenido de todas esas preguntas es el mismo. Pues cada una de ellas te pregunta si estás
dispuesto a intercambiar el mundo del pecado por lo que el Espíritu Santo ve,
puesto que es esto lo que el mundo del pecado niega. Los que ven el pecado, por
lo tanto, están viendo la negación del mundo real. Sin embargo, la última pregunta suma a tu
anhelo de querer ver el mundo real, el deseo de permanencia, de tal forma que
ese deseo se convierta en el único que tengas. Si contestas esta última pregunta con un “sí”,
añades sinceridad a las decisiones que ya has tomado con respecto a las demás. Pues
solo entonces habrás renunciado a la opción de poder cambiar de parecer
nuevamente. Cuando eso deje de interesarte, las otras preguntas quedan perfectamente
contestadas.
12.
¿Por qué crees que no estás seguro de que las otras preguntas hayan sido
contestadas? ¿Sería acaso necesario plantearlas con tanta frecuencia si ya se
hubiesen contestado? Hasta que no se haya tomado la decisión final, la respuesta
será a la vez un “sí” y un “no”. Pues
has contestado sin darte cuenta de que “sí” quiere decir que has dicho “no al
no”. Nadie decide en contra de su propia felicidad, pero puede hacerlo si no se
da cuenta de que eso es lo que está haciendo. Y si él ve su felicidad como algo que cambia
constantemente, es decir, ahora es esto, luego otra cosa y más tarde una sombra
elusiva que no está vinculada a nada, no podrá sino decidir en contra de ella.
13.
La felicidad elusiva, la que cambia de forma según el tiempo o el lugar, es una
ilusión que no significa nada. La
felicidad tiene que ser constante porque se alcanza mediante el abandono del deseo
de lo que no es constante. La dicha no
se puede percibir excepto a través de una visión constante. Y la visión constante solo se les concede a
aquellos que desean la constancia. El
poder del deseo del Hijo de Dios sigue siendo la prueba de que todo aquel que
se considera a sí mismo impotente está equivocado. Desea lo que quieres, y eso será lo que contemplarás
y creerás que es real. No hay un solo
pensamiento que esté desprovisto del poder de liberar o de matar. Ni ninguno
que pueda abandonar la mente del pensador o dejar de tener efectos sobre él.
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