El miedo a la
redención
1. Tal vez te preguntes por qué es tan crucial que observes tu odio y
te des cuenta de su magnitud. Puede que
también pienses que al Espíritu Santo le sería muy fácil mostrártelo y
desvanecerlo, sin que tú tuvieras necesidad de traerlo a la conciencia. Hay, no
obstante, un obstáculo adicional que has interpuesto entre la Expiación y tú. Hemos dicho que nadie toleraría el miedo si lo
reconociera. Pero en tu trastornado
estado mental no le tienes miedo al miedo. No te gusta, pero tu deseo de atacar no es lo
que realmente te asusta. Tu hostilidad
no te perturba seriamente. La mantienes
oculta porque tienes aún más miedo de lo que encubre. Podrías examinar incluso
la piedra angular más tenebrosa del ego sin miedo si no creyeses que, sin el
ego, encontrarías dentro de ti algo de lo que todavía tienes más miedo. No es de la crucifixión de lo que realmente
tienes miedo. Lo que verdaderamente te
aterra es la redención.
2. Bajo los tenebrosos cimientos del ego yace el recuerdo de Dios, y
de eso es de lo que realmente tienes miedo.
Pues este recuerdo te restituiría instantáneamente al lugar donde te
corresponde estar, del cual te has querido marchar. El miedo al ataque no es nada en comparación
con el miedo que le tienes al amor. Estarías dispuesto incluso a examinar tu
salvaje deseo de dar muerte al Hijo de Dios, si pensases que eso te podría
salvar del amor. Pues este deseo causó
la separación, y lo has protegido porque no quieres que ésta cese. Te das cuenta de que al despejar la tenebrosa
nube que lo oculta, el amor por tu Padre te impulsaría a contestar Su Llamada y
a llegar al Cielo de un salto. Crees que
el ataque es la salvación porque el ataque impide que eso ocurra. Pues subyacente a los cimientos del ego, y
mucho más fuerte de lo que éste pueda ser jamás, se encuentra tu intenso y
ardiente amor por Dios y el Suyo por ti. Esto es lo que realmente quieres
ocultar.
3. Honestamente, ¿no te resulta más difícil decir “te quiero” que “te
odio”? Asocias el amor con la debilidad y el odio con la fuerza, y te parece
que tu verdadero poder es realmente tu debilidad. Pues no podrías dejar de
responder jubilosamente a la llamada del amor si la oyeses, y el mundo que
creíste haber construido desaparecería. El Espíritu Santo, pues, parece estar atacando
tu fuerza, ya que tú prefieres excluir a Dios. Mas no es Su Voluntad ser
excluido.
4. Has construido todo tu demente sistema de pensamiento porque crees
que estarías desamparado en Presencia de Dios; y quieres salvarte de Su Amor, pues
crees que te aniquilaría. Tienes miedo de que pueda alejarte completamente de
ti mismo y empequeñecerte porque crees que la magnificencia radica en el desafío
y la grandeza en el ataque. Crees haber construido un mundo que Dios quiere
destruir, y que amando a Dios—y ciertamente lo amas—desecharías ese mundo, lo
cual es, sin duda, lo que harías. Te has
valido del mundo, por lo tanto, para encubrir tu amor, y cuanto más
profundamente te adentras en los tenebrosos cimientos del ego, más te acercas
al Amor que yace allí oculto. Y eso es
lo que realmente te asusta.
5. Puedes aceptar la demencia porque es obra tuya, pero no puedes
aceptar el amor porque no fuiste tú quien lo creó. Prefieres ser un esclavo de la crucifixión que
un Hijo de Dios redimido. Tu muerte
individual parece más valiosa que tu unicidad viviente, pues lo que se te ha
dado no te parece tan valioso como lo que tú has fabricado. Tienes más miedo de Dios que del ego, y el
amor no puede entrar donde no se le da la bienvenida. Pero el odio puede, pues entra por su propia
voluntad sin que le importe la tuya.
6. Tienes que mirar de frente a tus ilusiones y no seguir
ocultándolas, pues no descansan sobre sus propios cimientos. Aparenta ser así cuando están ocultas y, por
lo tanto, parecen ser autónomas. Ésta es
la ilusión fundamental sobre la que descansan todas las demás. Pues debajo de ellas, y soterrada mientras las
ilusiones se sigan ocultando, se encuentra la mente amorosa que creyó haberlas
engendrado con ira. Y el dolor de esta
mente es tan obvio cuando se pone al descubierto, que la necesidad que tiene de
ser sanada es innegable. Todos los trucos y estratagemas que le ofreces no
pueden sanarla, pues en eso radica la verdadera crucifixión del Hijo de Dios.
7. Sin embargo, no se le puede realmente crucificar. En este hecho
radica tanto su dolor como su curación, pues la visión del Espíritu Santo es
misericordiosa y Su remedio no se hace esperar. No ocultes el sufrimiento de Su vista, sino
llévalo gustosamente ante Él. Deposita
ante Su eterna cordura todo tu dolor y deja que Él te cure. No permitas que ningún vestigio de dolor
permanezca oculto de Su luz, y escudriña tu mente con gran minuciosidad en
busca de cualquier pensamiento que tengas miedo de revelar. Pues Él sanará cada
pensamiento insignificante que hayas conservado con el propósito de herirte a
ti mismo, lo expurgará de su pequeñez y lo restituirá a la Grandeza de Dios.
8. Bajo la grandiosidad que en tanta estima tienes se encuentra la
petición de ayuda que verdaderamente estás haciendo. Le pides amor a tu Padre, tal como Él te pide
que regreses a Él. Lo único que deseas hacer en ese lugar que has encubierto es
unirte al Padre, en amoroso recuerdo de Él. Encontrarás ese lugar donde mora la verdad a
medida que lo veas en tus hermanos, que si bien pueden engañarse a sí mismos,
anhelan, al igual que tú, la grandeza que se encuentra en ellos. Y al
percibirla le darás la bienvenida y dispondrás de ella, 6pues la grandeza es el
derecho del Hijo de Dios y no hay ilusión que pueda satisfacerle o impedirle
ser lo que él es. Lo único que es real
es su amor y lo único que puede satisfacerle es su realidad.
9. Sálvale de sus ilusiones para que puedas aceptar la magnificencia
de tu Padre jubilosamente y en paz. Mas no excluyas a nadie de tu amor o, de lo
contrario, estarás ocultando un tenebroso lugar en tu mente donde se le niega
la bienvenida al Espíritu Santo. Y de
este modo te excluirás a ti mismo de Su poder sanador, pues al no ofrecer amor
total no podrás sanar completamente. La
curación tiene que ser tan completa como el miedo, pues el amor no puede entrar
allí donde haya un solo ápice de miedo que malogre su bienvenida.
10. Tú que prefieres la separación a la cordura no puedes hacer que
haya separación en tu mente recta. Estabas en paz hasta que pediste un favor
especial. Dios no te lo concedió, pues lo que pedías era
algo ajeno a Él, y tú no podías pedirle eso a un Padre que realmente amase a Su
Hijo. Por lo tanto, hiciste de Él un
padre no amoroso al exigir de Él lo que solo un padre no amoroso podía dar. Y la paz del Hijo de Dios quedó destruida,
pues ya no podía entender a su Padre. Tuvo miedo de lo que había hecho, pero tuvo
todavía más miedo de su verdadero padre, al haber atacado su gloriosa igualdad
con Él.
11. Cuando estaba en paz no necesitaba nada ni pedía nada. Cuando se declaró en guerra lo exigió todo y
no encontró nada. ¿De qué otra manera podía haber respondido la dulzura del
amor a sus exigencias sino partiendo en paz y retornando al Padre? Si el Hijo no deseaba permanecer en paz, no
podía quedarse en absoluto. Pues una
mente tenebrosa no puede vivir en la luz y tiene que buscar un lugar tenebroso
donde poder creer que allí es donde se encuentra aunque realmente no sea así. Dios no permitió que esto ocurriese. Tú, no obstante, exigiste que ocurriera y, por
consiguiente, creíste que ocurrió.
12. “Singularizar” es “aislar” y, por lo tanto, causar soledad. Dios no te hizo eso. ¿Cómo iba a poder excluirte de Sí Mismo,
sabiendo que tu paz reside en Su Unicidad? Lo único que te negó fue tu petición de dolor,
pues el sufrimiento no forma parte de Su Creación. Te había creado y no iba a revocarlo. Lo único que pudo hacer fue contestar a tu
petición demente con una respuesta cuerda que residiera contigo en tu demencia.
Y eso fue justamente lo que hizo. No es posible oír Su respuesta sin renunciar a
la demencia. Su respuesta es el punto de
referencia que se encuentra más allá de las ilusiones, desde el cual puedes
observarlas y ver que son dementes. Basta con que busques ese lugar y lo
encontrarás, pues el Amor reside en ti y te conducirá hasta él.
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