El temor a sanar
1. ¿Es atemorizante sanar? Sí, para muchos lo es. Pues la acusación es
un obstáculo para el amor, y los cuerpos enfermos son ciertamente acusadores. Obstruyen
completamente el camino de la confianza y de la paz, proclamando que los
débiles no pueden tener confianza y que los lesionados no tienen motivos para
gozar de paz. “¿Quién que haya sido herido por su hermano podría amarlo aún y
confiar en él? Pues su hermano lo atacó y lo volverá a hacer. No lo protejas,
ya que tu cuerpo lesionado demuestra que es a ti a quien se debe proteger de
él. Tal vez perdonarlo sea un acto de caridad, pero no es algo que él se
merezca. Se le puede compadecer por su culpabilidad, pero no puede ser eximido.
Y si le perdonas sus transgresiones, no haces sino añadir otro fardo más a la
culpa que realmente ya ha acumulado.”
2. Los que no han sanado no pueden perdonar. Pues son los testigos de
que el perdón es injusto. Prefieren conservar las consecuencias de la culpa que
no reconocen. No obstante, nadie puede perdonar un pecado que considere real. Y
lo que tiene consecuencias tiene que ser real porque lo que ha hecho está ahí a
la vista. El perdón no es piedad, la cual no hace sino tratar de perdonar lo
que cree que es verdad. No se puede
devolver bondad por maldad, pues el perdón no establece primero que el pecado sea
real para luego perdonarlo. Nadie que esté hablando en serio diría: “Hermano,
me has herido. Sin embargo, puesto que de los dos yo soy el mejor, te perdono
por el dolor que me has ocasionado”. Perdonarle y seguir sintiendo dolor es
imposible, pues ambas cosas no pueden coexistir. Una niega a la otra y hace que
sea falsa.
3. Ser testigo del pecado y al mismo tiempo perdonarlo es una paradoja
que la razón no puede concebir. Pues afirma que lo que se te ha hecho no merece
perdón. Y si lo concedes, eres clemente con tu hermano, pero conservas la
prueba de que él no es realmente inocente. Los enfermos siguen siendo acusadores.
No pueden perdonar a sus hermanos ni perdonarse a sí mismos. Nadie sobre quien
el verdadero perdón descanse puede sufrir, pues ya no exhibe la prueba del
pecado ante los ojos de su hermano. Por lo tanto, debe haberlo pasado por alto
y eliminado de su vista. El perdón no puede ser para uno y no para el otro. El
que perdona se cura. Y en su curación radica la prueba de que ha perdonado
verdaderamente y de que no guarda traza alguna de condenación que todavía
pudiera utilizar contra sí mismo o contra cualquier ser vivo.
4. El perdón no es real a menos que les brinde curación a tu hermano y
a ti. Debes dar testimonio de que sus pecados no tienen efecto alguno sobre ti
para así demostrar que no son reales. ¿De qué otra manera podría ser él inocente?
¿Y cómo podría estar justificada su inocencia a menos que sus pecados
carecieran de los efectos que confirmarían su culpabilidad? Los pecados están
más allá del perdón simplemente porque entrañarían efectos que no podrían
cancelarse ni pasarse por alto completamente. En el hecho de que puedan
cancelarse radica la prueba de que son simplemente errores. Permítete ser
curado para que de este modo puedas perdonar y ofrecer salvación a tu hermano y
ofrecértela a ti.
5. Un cuerpo enfermo demuestra que la mente no ha sanado. Un milagro
de curación prueba que la separación no tiene efectos. Creerás en aquello que le
quieras probar a tu hermano. El poder de tu testimonio procede de tus creencias.
Y todo lo que dices, haces o piensas no hace sino dar testimonio de lo que le
enseñas. Tu cuerpo puede ser el medio para demostrarle que nunca ha sufrido por
su causa. Y al sanar puede ofrecerle un mudo testimonio de su inocencia. Este
testimonio es el que puede hablar con más elocuencia que mil lenguas juntas, pues
le prueba que ha sido perdonado.
6. Un milagro no le puede ofrecer menos a él de lo que te ha dado a
ti. De esta manera, tu curación demuestra que tu mente ha sanado y que ha
perdonado lo que tu hermano no hizo. Y así, él se convence de que jamás perdió
su inocencia y sana junto contigo. El milagro des-hace de este modo todas las
cosas que, según el mundo, jamás podrían des-hacerse. Y la desesperanza y la
muerte no pueden sino desaparecer ante el ancestral clarín que llama a la Vida.
Esta llamada es mucho más poderosa que las débiles y miserables súplicas de la
muerte y la culpabilidad. La ancestral Llamada que el Padre le hace a Su Hijo,
y el Hijo a los suyos, será la última trompeta que el mundo oirá. Hermano, la
muerte no existe. Y aprenderás esto cuando tu único deseo sea mostrarle a tu hermano
que él jamás te hirió. Él cree que tiene las manos manchadas con tu sangre y,
por lo tanto, que está condenado. Mas se te ha concedido poder mostrarle,
mediante tu curación, que su culpabilidad no es sino la trama de un absurdo
sueño.
7. ¡Cuán justos son los milagros! Pues les otorgan a ti y a tu hermano
el mismo regalo de absoluta liberación de la culpa. Tu curación les evita dolor
a ti y a él, y sanas porque le deseaste el bien. Ésta es la ley que el milagro
obedece: la curación no ve diferencias en absoluto. No procede de la compasión,
sino del amor. Y el amor quiere demostrar que todo sufrimiento no es sino una
vana imaginación, un absurdo deseo sin consecuencia alguna. Tu salud es uno de
los resultados de tu deseo de no ver a tu hermano con las manos manchadas de
sangre ni de ver culpabilidad en su corazón que se ha vuelto pesado por la
prueba del pecado que carga. Y lo que deseas se te concede para que lo puedas
ver.
8. El “costo” de tu serenidad es la suya. Éste es el “precio” que el
Espíritu Santo y el mundo interpretan de manera diferente. El mundo lo percibe
como una afirmación del “hecho” de que con tu salvación se sacrifica la suya. El
Espíritu Santo sabe que tu curación da testimonio de la suya y de que no puede
hallarse aparte de ella en absoluto. Mientras tu hermano consienta sufrir tú no
podrás sanar. Mas le puedes mostrar que su sufrimiento no tiene ningún
propósito ni causa alguna. Muéstrale que has sanado, y él no consentirá sufrir
por más tiempo. Pues su inocencia habrá quedado clara ante sus propios ojos y
ante los tuyos. Y la risa reemplazará sus lamentos, pues el Hijo de Dios
habrá recordado que él es el Hijo de Dios.
9. ¿Quién tiene entonces miedo de sanar? Solo aquellos para quienes el
sacrificio y el dolor de su hermano representan su propia serenidad. Su propia
impotencia y debilidad les sirven de base para justificar el dolor de su
hermano. El constante aguijón de la culpa que éste experimenta les sirve para
probar que él es un esclavo, pero que ellos son libres. El constante dolor que
sufren es la prueba de que son libres porque mantienen cautivo a su hermano. Y
desean la enfermedad para evitar que la balanza del sacrificio se incline a
favor de él. ¿Cómo se podría persuadir al Espíritu Santo para que se detuviese
por un instante, o incluso menos, a razonar con semejantes argumentos en favor
de la enfermedad? ¿Y es acaso menester demorar tu curación porque te detengas a
escuchar a la demencia?
10. Tu función no es corregir. La función de corregir le corresponde a
Uno que conoce la justicia, no la culpabilidad. Si asumes el papel de
corrector, ya no puedes llevar a cabo la función de perdonar. Nadie puede
perdonar hasta que aprende que corregir es tan solo perdonar, nunca acusar. Por
tu cuenta, no podrás percatarte de que son lo mismo y de que, por lo tanto, no
es a ti a quien corresponde corregir. Identidad y función son una misma cosa, y
mediante tu función te conoces a ti mismo. De modo que si confundes tu función
con la función de Otro, es que estás confundido con respecto a ti mismo y con
respecto a Quién eres. ¿Qué es la
separación sino un deseo de arrebatarle a Dios Su función y negar que sea Suya?
Mas si no es Su función, tampoco es la tuya, pues no puedes por menos que
perder aquello de lo que te apropias.
11. En una mente escindida, la Identidad no puede sino dar la impresión
de que está dividida. Nadie puede percibir que una función está unificada, si
ésta tiene propósitos conflictivos y objetivos diferentes. Para una mente tan
dividida como la tuya, corregir no es sino una manera de castigar a otro por
los pecados que crees son tus propios pecados. Y de este modo, el otro se
convierte en tu víctima, no en tu hermano, diferente de ti por el hecho de ser
más culpable y tener, por lo tanto, necesidad de que lo corrijas, al ser tú más
inocente que él. Esto separa su función de la tuya y les da a ambos un papel
diferente. Y así, no pueden ser percibidos como uno y con una sola función, lo cual
querría decir que comparten una misma identidad y un solo objetivo.
12. La corrección que tú quisieras llevar a cabo no puede sino causar
separación, ya que ésa es la función que tú le otorgaste. Cuando percibas que
la corrección es lo mismo que el perdón, sabrás también que la Mente del
Espíritu Santo y la tuya son una. 3 Y de esta manera, habrás hallado tu
Identidad. No obstante, Él tiene que operar con lo que se le da, y tú solo le
permites ocupar la mitad de tu mente. Y así, Él representa la otra mitad, y
parece tener un propósito diferente de aquel que abrigas y crees que es el
tuyo. De este modo, tu función parece estar dividida, con una de sus mitades en
oposición a la otra. Esas dos mitades parecen representar la separación de un
ser que se percibe dividido en dos.
13. Observa cómo esta percepción de ti mismo no puede sino extenderse,
y no pases por alto el hecho de que todo pensamiento se extiende porque ése es
su propósito debido a lo que es. De la idea de que el ser se compone de dos
partes, surge necesariamente el punto de vista de que su función está dividida
entre las dos. Pero lo que quieres corregir es solamente la mitad del error,
que tú crees que es todo el error. Los pecados de tu hermano se convierten, de
este modo, en el blanco central de la corrección, no vaya a ser que tus errores
y los suyos se vean como el mismo error. Los tuyos son equivocaciones, pero los
suyos son pecados y, por ende, no son como los tuyos. Los suyos merecen
castigo, mientras que los tuyos, si vamos a ser justos, deberían pasarse por
alto.
14. De acuerdo con esta interpretación de lo que significa corregir no
podrás ver tus propios errores. Pues habrás trasladado el blanco de la
corrección fuera de ti mismo, sobre uno que no puede ser parte de ti mientras
esa percepción perdure. Aquel al que se
condena jamás puede volver a formar parte del que lo acusa, quien lo odiaba y
todavía lo sigue odiando por ser un símbolo de su propio miedo. He aquí a tu
hermano, el blanco de tu odio, quien no es digno de formar parte de ti, y es,
por lo tanto, algo externo a ti: la otra mitad, la que se repudia. Y solo lo
que se deja privado de su presencia se percibe como todo lo que tú eres. El Espíritu Santo tiene que representar esta
otra mitad hasta que tú reconozcas que es la otra mitad. Y Él hace esto
asignándoles a ti y a tu hermano la misma función y no una diferente.
15. Corregir es la función que se les ha dado a ambos, pero no a
ninguno por separado. Y cuando la llevan a cabo reconociendo que es una función
que comparten, no puede sino corregir los errores de ambos. No puede dejar
errores sin corregir en uno y liberar al otro. Eso sería un propósito dividido
que, por lo tanto, no podría compartirse ni ser el objetivo en el que el Espíritu
Santo ve el Suyo Propio. Y puedes estar seguro de que Él no llevará a cabo una
función que no vea y reconozca como Propia. Pues solo así puede mantener la de ustedes
intacta, a pesar de sus diferentes puntos de vista con respecto a lo que es su
función. Si Él apoyase una función dividida, estarían ciertamente perdidos. La
incapacidad del Espíritu Santo de ver Su objetivo dividido y como algo distinto
para cada uno, te resguarda de volverte consciente de una función que no es la
tuya. De esta manera, la curación se les concede a los dos.
16. La corrección debe dejarse en manos de Uno que sabe que la corrección
y el perdón son lo mismo. Cuando solo se
dispone de la mitad de la mente, esto es incomprensible. Deja, pues, la
corrección en manos de la Mente que está unida y que opera cual una sola porque
su propósito es indiviso y únicamente puede concebir como Suya una sola
función. He aquí la función que se le dio, concebida para que fuese la Suya y
no algo aparte de lo que su Dador conserva precisamente porque es una función
que se ha compartido. En Su aceptación de esta función residen los medios a
través de los cuales tu mente se unifica. Este único propósito unifica las dos
mitades de ti que tú percibes como separadas. Y cada uno perdona al otro, a fin
de poder aceptar su otra mitad como parte de sí mismo.
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